Por: Cristian López Rivera, septiembre 2021. Estábamos pasando por esos días en el país por unas jornadas de movilización social en respuesta a las históricas desigualdades, la ausencia de oportunidades para los jóvenes, el alto porcentaje de desempleo y las distintas y descontextualizadas decisiones tomadas por el gobierno nacional en medio de la crisis derivada por la pandemia del COVID-19. En el parque principal del barrio donde resido, un colectivo de jóvenes y adultos convocaron a los vecinos a sentarse a conversar sobre lo que pasaba en Colombia, a través de un mecanismo popular que ha acompañado las luchas de los ciudadanos: la olla comunitaria.
Observé a varios adolescentes curiosos por la charla y por la comida, a los viejos adultos co-fundadores del barrio que con desconfianza e incertidumbre veían el montaje de la olla y murmuraban de las “fachas” o ropas que vestían los líderes de la iniciativa. También estaban los vecinos que apoyaban el paro nacional y querían conversar sobre sus opiniones y expectativas. En general era interesante la diversidad de personas que estaban participando directa o indirectamente del espacio. Fue esperanzador ver que en medio de platos de sancocho y limonadas de panela, esas personas fueron conversando, encontrándose y des-encontrándose en opiniones y posturas de vida, hablando del pasado y del futuro, del presente como una posibilidad que no se puede dejar ir. Personas de varias generaciones que, al inicio del día eran desconocidas, expusieron sus expectativas no sólo frente al país, sino que se permitieron hablarlas acerca de un espacio mucho más inmediato y cercano: el barrio. Como era de esperarse, los mayores hablaron de la historia y los jóvenes de los estigmas sociales y culturales que caen sobre ellos, de los espacios para ser y disfrutar del barrio y de lo que quisieran que existiera en él. En suma, fue un ejercicio sencillo de reconocimiento del espacio percibido del barrio, como lo llamaría Lefebvre, de un escenario que además tiene significado y genera un vínculo y un peso simbólico en cada uno de sus habitantes. Esto inmediatamente me hizo sentir nostalgia por el barrio donde crecí, por sus calles y su gente, por todo lo que aprendí en él. Días después, estos mismos líderes se “tomaron” una larga escalera que une a dos pequeños barrios cercanos, allí los invitados principales eran los niños, pues serían ellos quienes la pintarían, extinguiendo ese pesado gris de su cemento, color triste que cada día inunda más la ciudad. Yo me sentía gratamente abrumado porque muchos niños y niñas hicieron presencia allí, con ropas viejas que podían ensuciar a su antojo y con la alegría de tener un lienzo comunitario donde pintar lo que querían. Mientras pintaban, los líderes y lideresas del espacio, les preguntaban qué parte del barrio les gustaba más, cuál parte menos, qué parte del barrio habían escuchado mencionar pero aún no conocían, qué les gustaría tener en el barrio, etc. Las escaleras iban quedando muy bonitas, coloridas, con las palmas de las manos de los niños y niñas plasmadas en los colores de la bandera de Colombia dentro de algunos escalones. En un momento, donde se hizo un compartir de agua de panela y galletas, aquellos jóvenes que tomaron la iniciativa de vincular a los niños y niñas en un ejercicio de recuperación barrial, les contaban sobre las montañas y árboles que rodean al barrio, además de aquellos que estaban dentro de él, enseñándoles además el tipo de aves y pequeños animales que vivían allí. Creo que me quedo corto al intentar explicarles lo que sentí en ese momento: tanto en la olla comunitaria como en las escaleras, el escenario de aprendizaje y formación era nada más y nada menos que el barrio, ese espacio donde se está permanentemente y que muchos perciben como el lugar donde se encuentra una vivienda y simplemente se viene a dormir. Los y las jóvenes líderes junto a los que aceptaron las invitaciones, renovaron -o recordaron- el sentido del barrio, su potencial educativo y formativo, su capacidad de ser más allá de infraestructura física o mobiliario. En efecto, el barrio es un escenario que brinda variados elementos para aprender-nos, formarnos, crecer y comprender el mundo en que vivimos. Retomo algunas palabras de la urbanista Zaida Muxi, quien nos propone que estos espacios son y deben ser lugares de encuentro, convivencia y aprendizaje en libertad, pues ofrecen oportunidades únicas como lugar de educación que permiten el reconocimiento y la identificación de los integrantes de la sociedad como parte de la misma, partiendo de las vivencias y experiencias compartidas, construyendo los futuros recuerdos y lazos imprescindibles para la vida en sociedad. El barrio, sus cuadras y parques son espacios que nos permiten conectar nuestra esfera privada con la esfera pública y con lo que allí acontece (recordar a Habermas y Arendt), siendo este tránsito una posibilidad de comprensión del mundo donde vivimos y donde estamos, de lo que somos individual y también socialmente. Se hace pertinente e imperativo volver al barrio, pues allí, quizá, encontremos herramientas y elementos para mejorar la relación con nosotros mismos, con el otro y con el entorno, desde los más pequeños hasta los más adultos encuentran allí parte de su vida y conectan con los que este lugar les ha dejado en su historia personal. Se hace vigente la invitación de estar en y sentirse del barrio, a crearlo y transformarlo y cada quien tiene una responsabilidad fundamental: los niños y las niñas desde la exploración, la imaginación y la creatividad son claves en este proceso, los y las jóvenes desde su empuje y ganas de cambio ayudan a materializar esas ideas, los adultos desde su experiencia orientan el camino para no cometer antiguos errores. Todos en comunidad pueden avivar el barrio y las vidas que allí conviven.
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