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Ser abuelos

28/7/2021

2 Comments

 
Por: Cristian López Rivera, julio 2021.
Estaba viendo unas fotografías de 1950, en las que se mostraba la Bogotá de aquel tiempo, sus calles y su gente. En ese momento se acerca mi abuela, se acomoda y ambos continuamos viendo las fotos que a blanco y negro narraban el día a día de algunos sectores de la ciudad. Foto a foto sentía y me invadía la emoción de mi abuela cuando reconocía un lugar o cuando preguntaba cuál era tal parque o plaza. Vimos esa colección fotográfica un par de veces y la excusa quedó.

Mi abuela inició unas horitas de narración sobre ella misma, sobre las montañas que la cuidaron de niña y adolescente y de la ciudad que la acogió, cuando aventurarse a encontrar oportunidades en Bogotá fue su decisión de vida. Ella comenzó a narrar su historia en un ir y venir, donde los días en su pueblo natal, su llegada y vivencia a la ciudad se mezclaban constantemente. 

Aprovechando la excusa de las fotos, contó acerca de su hogar en el campo, sobre su gusto por las flores y cómo alrededor de su casa podía durar horas y horas caminando en los campos donde estas estaban. Decía que la Bogotá del año 55 tenía varias montañas y pequeños campos aún limpios, sin tanto caos de la urbanización, pero que con flores y plantas escasas: uno que otro diente de león, algunos sietecueros y esporádicos magnolios; eso hizo que añorara los campos de flores donde creció. 

También habló del pueblo, de su infraestructura llena de calles de piedra por donde pasaban los caballos de los campesinos, llenos de bultos de maíz o con amarres de panela; de lo agradable que era ir caminando de un lugar a otro entre senderos y de cómo tomar un carro se usaba únicamente para ir de un pueblo a otro. Recuerda con cierto gesto de incertidumbre que en Bogotá los lugares no estaban cerca uno del otro, que todo era retirado y que el uso del transporte público dejó de ser una opción para volverse un imperativo si quería trasladarse dentro de la ciudad para trabajar. Caminar, entonces, se redujo al ejercicio de mercar o quizá para subir al Santuario de Monserrate. 

En la charla soltó una que otra risa al mencionar lo divertido, pero a veces complicado, que era tomar un camino para dentro de la vereda, ir de una casa a otra, los vecinos más cercanos quedaban a diez minutos caminando. Para ir a visitarlos, había que pasar por una zona llena de naranjos y mandarinos y por ende, en este recorrido subir a un árbol y cortar algunas frutas para refrescar el andar era una tarea siempre necesaria. También pasaban por un riachuelo donde cazaban pequeños cangrejos de río para la cena y finalmente llegaban a un campo de cañas de azúcar que desembocaba en la casa de los vecinos. 

En contraste, Bogotá le ofrecía la vecindad cercana, inmediata, amable también porque entre otras cosas quienes convivían en esos barrios capitalinos eran otros campesinos, por lo tanto este asunto fue de los que menos la confrontó. Esto me hizo pensar el por qué en zonas periféricas de Bogotá donde se asentaron esos migrantes internos, hay un espíritu tan alto de solidaridad, camaradería y comprensión entre los adultos mayores. Recuerdo que de niño ir a visitar a una vecina de mi abuela era como ir donde una segunda abuela, era una especie de familia que se apoyaba y se abrazaban porque venían del campesinado, porque sentían lo mismo, porque vivían cosas similares en el día a día en una ciudad como Bogotá.

A propósito, mi abuela me contó a detalle que ella estuvo en el proceso de legalización del barrio al cual llegó en Bogotá y todo el viacrucis que implicó que los visibilizaran, que les aseguraran derechos que otros habitantes de la ciudad tenían por estar en barrios ya etiquetados como legales o tradicionales. Escuchar sobre ese tránsito que ella tuvo sobre “ser alguien” en su pueblo a una desconocida en la ciudad fue realmente fuerte, desconcertante. No muy lejano de lo que sigue sucediendo ahora. 

En esos tiempos, donde se peleaba por una escuela, un parque y un centro de salud comunitario para el barrio, mi abuela narró cómo entre la vecindad se curaban las penas y los malestares con aquello que había sido aprendizaje de vida: el uso de plantas y flores. En ese momento, escuché un suspiro, mire y sonreí al ver que ya no era solo yo quien escuchaba, también mis padres, hermanas y sobrinos. Comenzaron los recuerdos del sauco, la ruda, el paico, el toronjil, la limonaria, la hierbabuena y el sin fin de plantas con las que en mi familia se habían curado y se siguen curando algunos dolorcitos del cuerpo. La memoria de la abuela y de toda su ascendencia, se traducía en prácticas de bienestar en mi familia, mi mamá, papá y hermanas lo practicaban, los actuales niños y niñas confirmaban al recordar el sabor amargo de algunas infusiones que habían calmado los malestares. La memoria hecha sabiduría, el recuerdo de mi abuela niña y sus tardes con la flora de su pueblo se traducían en bebidas calientes que merman los dolores y abrigan el alma. 

Mi abuela hizo un salto enorme en el tiempo para recordar cómo fue construir la casa junto al abuelo y procuró encontrar una imagen en su cabeza para contar cómo absolutamente todos y cada uno de los presentes, siendo niños o jóvenes, nos habíamos criado allí, aprendiendo a regar las flores, a darle de comer a los animales y a comer como se debe, porque “había que ser fuerte para lo dura que era la vida”. Todos nos quedamos pensando, habían miradas inquietas por saber más y uno que otro murmullo se musitaba en la sala de mi casa: “recuerda cuando…”, “se acuerda que…”, “si mi memoria no me falla…”, todos llevaban a lo mismo, a recordar, a rememorar, a salvar del pasado y aprender. 

Rescatar la memoria de los abuelos nos acerca más a su íntima experiencia como seres humanos. Además de trasladarnos temporal y espacialmente a esos lugares y no-lugares -como lo llamaría Marc Augé-, que participaron en la forma cómo comprenden y narran el mundo, sus recuerdos son un compilado de sensaciones, vivencias y sabidurías que dialogan con las nuestras y que, por mucho, son claramente una influencia altamente significativa de lo que nosotros somos. Sea la forma desde la cual ellos hereden sus saberes y experiencias, llámese tradicional oral, pasapalabra o prácticas culturales, la memoria de los abuelos es sin duda la bitácora permanente de un tiempo que ya no es, pero que cuestiona al actual. Nuestros abuelos son los juglares que cuentan sus propios cantares de gesta y nosotros los atentos escuchas que se admiran, aprenden y se preguntan.  

Siendo así, como herederos perpetuos de los abuelos, nuestra responsabilidad es seguir siendo fieles a las enseñanzas honestas y desinteresadas que nos brindan, agradeciendo y cuidando de ellas permanentemente. El cuidado por los abuelos debe estar pensado integralmente: salud, bienestar, memoria y palabra, pues estos elementos constituyen a mi parecer, los pilares desde los cuales cada uno de ellos ha edificado el sentido de vida con su familia y congéneres. 

Somos los responsables naturales de seguir abriendo espacios para saber de sus recuerdos, de su forma de ver la vida, de sus plantas y sus flores, de los animales, de los paisajes rurales y urbanos por donde sus pasos han estado, en suma, somos los responsables de escuchar lo que tienen que decir para nosotros y para sí mismos. 

Sólo queda preguntar ¿ya conversaste con tu abuelo o abuela esta semana?
2 Comments
Lizett garcía
28/7/2021 06:44:25 pm

Es inevitable recordar esas conversaciones con mi abuelo, me lleno de nostalgia y evocar sus momentos de lucidez, con este texto me llevas a pensar en esa acogida no tan acogida en esta ciudad tan grande, como no hay espacios pensados para ellos, como los hemos olvidado, como la historia está en sus memorias, y el poder de la palabra y escritura toma aún más sentido.

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Cristian López Rivera
29/7/2021 01:16:14 pm

Hola Lizett,

El caos de la ciudad ha absorbido hasta estos momentos de intimidad con la familia. Es importante retomarlos con los abuelos y con todos en general. Es fundamental avivar su memoria y su palabra para seguir dándoles el lugar que merecen.
Saludos.

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